"Colgada". Técnica mixta y fotografía. Delia Govantes, 2012. |
Por aquel entonces
me dio por escribir mi vida con renglones torcidos.
Hiciera lo que hiciera cada línea se curvaba hacia abajo,
las letras se deslizaban hacia un profundo abismo negativo.
Como una fila de hormigas suicidas
eran succionadas por una extraña atracción,
una ley de gravedad poderosa e inexorable.
Y me dio por creer que alguien torcía mis pasos,
una fuerza oscura a la que llamé
Universo o Destino, a veces Dios.
Me pareció que no era ya mi mano la que escribía
sino que era guiada por otro,
un Otro taimado y cruel
(como si eso fuera posible).
Por aquel entonces
comencé a quejarme a todas horas
de la mala suerte, de los malos días, de la mala vida.
Comencé a insultar al espejo
Le decía “tú, tú, tú, maldito seas”
que tuerces cada línea que escribo, quebrando mi voluntad
que no me das lo que necesito
que me distraes de mí sin respetar mi propósito.
Y ya sólo veía al Otro
increpándome a grandes voces desde el espejo,
el dedo extendido acusador antes mis ojos impotentes.
Las líneas seguían torciéndose hacia abajo.
Una tras otra las letras saltaban hacia el abismo.
Así que dejé de creer que era mi mano la que escribía
y empecé a pensar que mi mano no era mi mano,
sino una entidad con vida propia, adherida a mi cuerpo
que igual podía escribir una línea torcida
o esgrimir un puñal o una pistola o una cuerda
o empujarme a la oscuridad como a las letras,
suspiro a suspiro.
Y creí, realmente creí, que todo se había acabado.
Me subí en el último renglón y desde allí
me dejé caer hacia el abismo
esperando que llegara la nada, que por fin
se deshiciera la historia para siempre.
Pero no pasó eso.
Tan solo me quedé colgada,
oscilando como un péndulo sobre el vacío
el cabello flotando sobre mi cabeza.
Todo lo que existía comenzó a caer hacia arriba.
Las comisuras de mis labios se giraron
atraídas por una inevitable gravedad
formando una sonrisa.
El espejo se estrelló contra el nuevo cielo
con un crujido leve de hojas muertas
o un susurro de nieve pisada,
y dentro no había nadie.
Así que sólo quedé yo, y quedó mi historia.
Ahí estaban todas las letras
Reordenándose desde otra perspectiva
Cada renglón enderezándose como un girasol
que levanta la cabeza para saludar al día que nace.
Miré mi mano y era mía
Y no había nadie más que yo.
Así que comencé a escribir de nuevo y las líneas
dibujaron espirales, soles, olas
Con una libertad desconocida.
Delia Govantes Romero. Marzo, 2015.
Hiciera lo que hiciera cada línea se curvaba hacia abajo,
las letras se deslizaban hacia un profundo abismo negativo.
Como una fila de hormigas suicidas
eran succionadas por una extraña atracción,
una ley de gravedad poderosa e inexorable.
Y me dio por creer que alguien torcía mis pasos,
una fuerza oscura a la que llamé
Universo o Destino, a veces Dios.
Me pareció que no era ya mi mano la que escribía
sino que era guiada por otro,
un Otro taimado y cruel
(como si eso fuera posible).
Por aquel entonces
comencé a quejarme a todas horas
de la mala suerte, de los malos días, de la mala vida.
Comencé a insultar al espejo
Le decía “tú, tú, tú, maldito seas”
que tuerces cada línea que escribo, quebrando mi voluntad
que no me das lo que necesito
que me distraes de mí sin respetar mi propósito.
Y ya sólo veía al Otro
increpándome a grandes voces desde el espejo,
el dedo extendido acusador antes mis ojos impotentes.
Las líneas seguían torciéndose hacia abajo.
Una tras otra las letras saltaban hacia el abismo.
Así que dejé de creer que era mi mano la que escribía
y empecé a pensar que mi mano no era mi mano,
sino una entidad con vida propia, adherida a mi cuerpo
que igual podía escribir una línea torcida
o esgrimir un puñal o una pistola o una cuerda
o empujarme a la oscuridad como a las letras,
suspiro a suspiro.
Y creí, realmente creí, que todo se había acabado.
Me subí en el último renglón y desde allí
me dejé caer hacia el abismo
esperando que llegara la nada, que por fin
se deshiciera la historia para siempre.
Pero no pasó eso.
Tan solo me quedé colgada,
oscilando como un péndulo sobre el vacío
el cabello flotando sobre mi cabeza.
Todo lo que existía comenzó a caer hacia arriba.
Las comisuras de mis labios se giraron
atraídas por una inevitable gravedad
formando una sonrisa.
El espejo se estrelló contra el nuevo cielo
con un crujido leve de hojas muertas
o un susurro de nieve pisada,
y dentro no había nadie.
Así que sólo quedé yo, y quedó mi historia.
Ahí estaban todas las letras
Reordenándose desde otra perspectiva
Cada renglón enderezándose como un girasol
que levanta la cabeza para saludar al día que nace.
Miré mi mano y era mía
Y no había nadie más que yo.
Así que comencé a escribir de nuevo y las líneas
dibujaron espirales, soles, olas
Con una libertad desconocida.
Delia Govantes Romero. Marzo, 2015.